jueves, 25 de septiembre de 2008

CAFÉ DE CRISIS

Bajo al bar de la esquina. Descubro al portero de todos los días dando su mitin de cada viernes. Habla en nombre de la calle y nada importa que la única calzada que conozca esté siempre desierta –el coste de las hipotecas con squash, piscina, jardines privativos y bañera de hidromasaje-. Él, pese a todo, se esfuerza con voz socarrona en poblarla de miles y miles de indignados ciudadanos.

Hoy le toca a la crisis económica, a la crisis en mayúsculas, a la que han conducido todas las crisis que desde hace unos años puntualmente provocan los que gobiernan. Los camareros de toda la vida aprueban cuanto dice. Mueven la cabeza al ritmo de la tripa inmensa de su interlocutor y tuercen la boca con abierta satisfacción a cada andanada nueva. Todo está muy caro. El bolsillo matrimonial no da para pagar el piso de la niña, el del niño y aquel otro vacío por falta de inquilinos. Sobran impuestos y faltan guarderías públicas para los compatriotas. Por algo se prefiere la escuela privada.

El portero de cada día, apostado contra la barra como si todavía estuviera de guardia –mirada al infinito, silla empinada y coñac en la mano para matar el tedio- no soporta que el oro nacional se pierda en subvenciones para el inmigrante. Sólo aguanta a los negros como Abdul, que acaba de venderle un par de CD’s y con el que ha bromeado, al salir del bar, sobre su color de piel y su estrambótica ropa.

La televisión interrumpe su alocución. Otra inmobiliaria que quiebra, dos albañiles muertos en accidente laboral y algún detenido más por corrupción urbanística. Ya estábamos avisados. Esto va a peor y nuestros dirigentes crean cortinas de humo para disimularlo. Nada hacen para crear empleo.

A su derecha dos chavales han derramado una cerveza. Bromean sobre la dificultad de hablar con la novia por el móvil, discutir con otros clientes sobre la última jornada de Liga y pinchar de la ración de pulpo que se han pedido. Arreglado diligentemente el desaguisado se unen ya a la conversación primigenia y coinciden con sus compañeros de crisis en lo difícil que es la independencia de los padres.

El local comienza a poblarse para la comida. Los camareros se aprietan la corbata, sacan los manteles de papel y se aprestan a retirar en una esquina los palillos, huesos de aceituna y servilletas acumulados durante la mañana.

El portero abona sin preguntar la deuda, deja dos euros de propina y despide a la concurrencia familiar con extrañas fórmulas contra la ruina patria. Aprovecho yo también para pedir la cuenta.
- Un euro cincuenta.

La crisis, pienso mientras intento digerir el precio. Pago y abandono el bar sorteando a la muchedumbre. Me prometo no volver más –cuestión de economía- cuando descubro que alguien ha estado a punto de atropellarme. Es el portero, que escapa a toda velocidad de Madrid en su berlina nueva.

lunes, 15 de septiembre de 2008

De la venganza

La venganza es humana. Tanto como la sangre y las pasiones que la preceden. Lleva miles de años inserta en nuestro genoma. Ángeles y demonios la hicieron mortal a base de guerras y traiciones. No hay cultura, no hay religión que eluda su nombre o evite justificarla. Yahveh le dijo a Moisés: la venganza contra los ismaelitas no es mía en particular, es un acto de justicia (Números 31:3). Y Dios fijó la indemnización para la mujer amenazada: vida por vida, ojo por ojo, diente por diente… (Éxodo 21:23-25).

La carne hace al hombre y la revancha, el resarcimiento o la represalia convierten al mundo en su hábitat perfecto, acaso en el único posible.

Por mucho que se nos ofrezca repulsiva e inconfesable, incluso a los ojos de quienes han sufrido las peores afrentas, la venganza satisface nuestro ego más sublime. Hemos interiorizado la forma de esquivarla públicamente a la par que de invocarla en silencio, desde el orgullo profundo y la soberbia.

No hay por qué engañarse ni andar con el gusto remordido: sin castigo no cabe protección para el honor ni lección posible para la imprudencia. El orbe no aguantaría un gramo más de infelicidad de no ser porque a veces también vemos caer al tirano o sabemos que otro alma torturada, con agravios menos pesados que los nuestros, le ha apedreado las ventanas al explotador.

El escarnio solemne es la base de la justicia, como explica Nietzche. Es la matriz que asienta sobre seguro al individuo y lo fortalece en una sociedad plena de psicópatas, corruptos y reyezuelos desquiciados. El regocijo que sigue al encarcelamiento del delincuente, a la muerte del asesino a manos de su propia bomba o a la ruina del esclavista no es más que una encarnación de Némesis, la diosa que se afana en combatir el exceso humano y restaurar en la Tierra el equilibrio alterado por éste.

La venganza es, con todo, enemiga de los sabios y benefactora de los estúpidos (Erasmo dixit). Y aunque reconozcamos esta verdad, no hay a nuestro alcance ningún otro placer íntimo y sutil –aun servido en frío- que no tenga un precio.

Por eso, igual que yo estos días, ocasionalmente los mortales necesitamos comportarnos con mayor necedad de lo acostumbrado y sentirnos mucho más ufanos en nuestra revancha, regurgitando a plena conveniencia ciertos tragos pasados de difícil digestión.

Que ustedes también lo disfruten. A su salud.

“¡Soportemos con paciencia el decreto del destino!”

(Qasmuna. Granada. Siglo XII)

martes, 26 de agosto de 2008

SILENCIO

Nuestro éxito social depende, en buena medida, de nuestra habilidad para comunicarnos. O, mejor dicho, para expresar aquello que nos interesa, en el momento conveniente y en el foro más adecuado­. Desde la infancia, aprendemos a utilizar el lenguaje para satisfacer nuestras demandas. El habla no es sino un instrumento al servicio de la supervivencia.

Pero pocas cosas nos han enseñado sobre el silencio. Por lo general, asociamos el mutismo a la ausencia de información y la carencia de palabras a la falta de intención. Creemos que en el ruido del universo no significa nada la quietud. Hemos aprendido, sencillamente, a callar sin distinguir cuándo, frente a quién y en qué contexto.

Una pausa televisiva, un letargo al teléfono o un político mudo ante una pregunta inesperada nos revelan tantas facetas de la condición humana como un libro de discursos presidenciales. Uno, por ejemplo, puede ir en autobús y descubrir un mar de rostros forzadamente ausentes soportando los gritos de dos borrachos. Y a mitad de la noche escuchar el golpe de las papeleras contra el suelo, la rotura de cristales y la bachata a todo volumen del vecino un sábado de estos, cualquiera, sin que un solo terráqueo diga aquello de esta boca es mía.

Gracias al silencio sabemos hoy, a ciencia cierta, el número actual de ciudadanos.

A fuerza de reprimir el habla se ha abierto entre nosotros un tremendo vacío y por él han ido poco a poco penetrando los peores miedos. Un sueldo, un prestigio, un puesto de poder… Sacrificamos tantas palabras en nombre de un incierto futuro que, famélicos, un día nos preguntamos calladamente cómo hemos llegado a este punto. Nos interrogamos, hambrientos de espíritu, cómo Saturno ha devorado a sus hijos y Narciso yace muerto en el fondo del lago.

Cada átomo de nuestro cuerpo tiene a su nombre una factura errónea, una comisión desproporcionada, una amonestación injusta de la empresa. Sin embargo, como era de esperar, la Tierra continúa dando tranquilamente vueltas. Unos 6.700 millones de enmudecidos pasajeros se encargan a diario de hacerla girar, de moverla sobre sus tranquilos ejes sin producir el más mínimo ruido.

“Y el hombre se estremeció y giró lejos su rostro y huyó de allí y ya no lo vi nunca más” (Silencio. Edgar Allan Poe).

miércoles, 13 de agosto de 2008

Yo, resisto. Basura y supervivientes

Amanece otro día de agosto a este lado de la Hispania y me despierto ya con un epitafio: sic tibi terra levis. Que la tierra te sea leve. Montañas y montañas de detritos impiden, sin embargo, que siga al pie de la letra la sepulcral y alentadora receta. Concretamente, 25 millones de toneladas de desechos, que son las que, según el Ministerio de Medio Ambiente, generamos cada año en nuestro país.

La estadística -incluso sin torturar- ratifica el clima de descomposición que verdaderamente soportamos. Media patria huele a ajo –cosas del metro y del verano- y la otra mitad no conoce hora ni contenedor para su basura. Madrid, con razón, tiene estos días efectos secundarios.

El olor, según las últimas aportaciones biofísicas, está relacionado con la vibración de las moléculas. Y yo me pregunto, a la luz de las bolsas que pasean por Atocha y de los escupitajos con que diariamente se riegan nuestras calles, si no será la indignación de los cadáveres más exquisitos la que en realidad está abonando el aire.

La Naturaleza es sabia aunque le falten manos. Legiones de supervivientes van de cubo en cubo por las noches reciclando la podredumbre. Andan de cartón en cartón amontonando el futuro sobre destartalados camiones. Recuerdan, ajenos a su resignada amargura, que hasta el estómago más delicado tiene un precio. Enseñan que siempre hay un olfato agradecido para la inmundicia más detestable.

Y en esta Villa y Corte, son ese afán de supervivencia y una exótica atracción por el estiércol los que explican que nuestra carroña crezca por encima del 6 por ciento anual, de acuerdo con las cifras oficiales, y que el gasto en perfume de los españoles aumente una media de tres puntos por ejercicio –datos de 2007-.

Regreso a casa convencido ya de que la tierra es demasiado leve para mis prendas cuando, al pie del portal, me cruza otro epitafio: hic iacet. Mi vecino ha vuelto a sacar su basura a las dos y media de la tarde. Dos mil quinientos años de civilización occidental enterrados bajo décadas de incultura cívica y un par de lustros de bienestar material. En el pecado lleve su penitencia, su úlcera y su mal olor.

Yo me resisto a “simplemente” sobrevivir. Diecisiete millones de entradas en Internet con la palabra “felicidad” me esperan.

martes, 5 de agosto de 2008

La mancha sepia

Recuerdo a un antiguo compañero de Periodismo que se declaraba orgulloso de invertir en Bolsa. No era para menos: durante sus estudios, gracias al capital familiar y a su contrastada pericia en el parqué madrileño, había amasado una pequeña fortuna. Tal era su conocimiento de las reglas del mercado que, cuando años después supe otra vez de su existencia, éste era ya el brillante jefe de Economía de una agencia de noticias.

Casos como éste no son excepcionales. Las mejores publicaciones de medio mundo dedicadas a los negocios cuentan entre sus filas –tanto obreras como directivas- con grandes tiburones de las finanzas. Disponen a un precio atractivo de profesionales de rostro bien aseado que las diez primeras horas de la jornada cumplen febrilmente con sus responsabilidades informativas y las otras diez negocian con sus contactos en qué boyante empresa habrán de colocar sus bonos.

El periodismo es un sector donde la precariedad nuestra de cada día y las tradicionales presiones dificultan la formación de expertos como éstos -España podría inspirar todo un género literario al respecto-. De ahí que la presencia de comunicadores altamente especializados en materias tan complejas como la Economía constituya, en teoría, casi un regalo de la Naturaleza.

No pasa desapercibida, en cualquier caso, la dificultad para esclarecer en determinadas ocasiones dónde está la frontera entre el redactor y el inversor, entre quien analiza la realidad económica en beneficio desinteresado de sus lectores y quien utiliza su condición privilegiada en los medios para favorecer la evolución de su cartera de negocios o la de sus mentores.

Repasamos la prensa sepia de estos últimos diez años y no encontramos signo alguno o advertencia de que ésta o aquella compañía esté en riesgo de quiebra, presente poca liquidez o haya realizado operaciones arriesgadas para el patrimonio de sus accionistas.

En su lugar rescatamos extraordinarios relatos sobre las virtudes de ciertos extraterrestres -hoy en suspensión de pagos- que con su supina sabiduría han iluminado las finanzas europeas; o hallamos mesiánicas parábolas sobre las oportunidades de ocio e inversión de las que hemos gozado los españolitos gracias a ciertas sociedades anóminas -con supresiones de plantilla en ciernes-.

En esta década de beneficios fáciles ningún especializado analista ha escrito un solo renglón sobre la terrible crisis que se avecinaba, la misma que su empresa rosa y asalmonada pretende ahora esquivar con recetazos gubernamentales. Ninguno ha salido jamás en defensa de la intervención pública ni de la necesaria moderación del endeudamiento familiar. Ninguno nos ha contado la verdad: que el libre mercado es todo menos libre para quien no tiene dinero.

Su próxima lección, no lo dudo, versará sobre cómo congelar los salarios, flexibilizar el mercado laboral y disparar el gasto público. Nunca publicará a qué manos ha ido a parar el dinero del golf o el del coche de lujo. O dirá, como pensamos todos, que éste es el momento para que el capital arrime también el hombro. Para eso sobran especialistas y faltan profesionales comprometidos realmente con su sociedad.

miércoles, 30 de julio de 2008

El rapto de la Utopía

Toda sociedad inspira su progreso en anhelos e ideales que trascienden más allá de su estricta dimensión material. El equilibrio con las fuerzas de la Naturaleza, la perfecta comunión con Dios o la búsqueda de la razón detrás de cada acción humana son sólo tres de los motivos que durante siglos han guiado el destino del planeta.

Desde la tribu hasta la aldea global, los hombres han supeditado su libertad individual a estos principios “superiores”. En ellos, bien por convencimiento o por imposición, han encontrado respuesta la mayoría de las veces al por qué de su vagar por el universo. No importa que el resultado fuera un latigazo, un certero golpe de espada o un simple tiro en la nuca.

La raza a la que pertenecemos no ha escatimado medios para alcanzar esos ideales. El miedo a lo desconocido, la fe ciega e, incluso, la razón más absoluta han abonado de podredumbre la Tierra sobre la que hoy crecen naciones enteras, con sus rascacielos, autopistas y puentes colgantes. Millones de cadáveres sacrificados en nombre de esos sagrados objetivos dan su testimonio invisible y silencioso del progreso alcanzado.

El mundo que conocemos, el de Internet, la cirugía láser o la biotecnología, no dista mucho de aquel otro donde los astros se invocaban con plegarias, las ciudades se dividían por credos religiosos y la igualdad universal se resumía en repartir a cada uno por igual la misma pobreza.

Nos parecemos terriblemente a nuestros antepasados. Como ellos, guardamos bajo anhelos colectivos las pasiones más primarias, desde la envidia hasta la codicia, pasando por la soberbia y el ansia de nuestra pequeña y democrática parcela de poder.

Tal y como entonces, financiamos con nuestro asentimiento a sacerdotes, guerreros, animistas mediáticos y otras castas con corbata. Sus privilegios son nuestras esperanzas. Su petróleo, sus clubes deportivos y sus programas televisivos alimentan nuestro crédito en el presente ¿Quién dijo que la Edad Media era oscura y tenebrosa?

En este siglo en el que las religiones vuelven a darnos grandes oportunidades comerciales; en esta era en la que educar pasa por dividir la escuela según el sexo de los niños; en esta Tierra que hoy esquilmamos para sembrar grandes jardines de bienestar sólo una cosa nos separa de nuestros predecesores: nos hemos quedado sin Utopías.

viernes, 25 de julio de 2008

El cambio necesario


El hombre es un lobo para el hombre. Por desgracia, la máxima de Hobbes adquiere validez con demasiada frecuencia en nuestras vidas. El miedo, el complejo, la ambición... el ego se "protege" desde su incierta posición y adopta la táctica primitiva del acoso en cuadrilla y el asalto por la espalda.

Nuestro código genético guarda desde tiempos inmemoriales un instinto cazador y guerrero que nos ha permitido sobrevivir, dominar y aniquilar, en muchos casos, al resto de seres sintientes del planeta. Hoy, ese afán depredador se manifiesta bajo la sutil apariencia del comprador compulsivo, del jefe dominante, del inversor arriesgado y del vendedor insistente que la sociedad de consumo en la que vivimos ha bendecido y santificado.

Sin embargo, el entendimiento humano todavía ofrece destellos de amor, compasión y generosidad... golpes de inventiva e ilusión... señales inequívocas que demuestran que sobre la afilada montaña aún vive y resiste una ciudadela, una fortaleza, una atalaya... un OPPIDUM de justicia, sabiduría y ecuanimidad.

Con un conocimiento crítico y sereno del mundo en el que nos encontramos, con aportaciones libres pero responsables como las que pretende difundir esta bitácora, es posible RESISTIR y, quién sabe, hacer más humana esta curiosa Humanidad.

"Podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primavera".
(Pablo Neruda).

viernes, 20 de junio de 2008

Ficha personal de José Luis Rodríguez

José Luis Rodríguez Martínez está especializado en Comunicación Pública, Política e Institucional.

Ha ocupado distintos puestos de asesoría directiva y consultoría de Comunicación en la Administración Pública.

Además, ha trabajado como periodista en medios sociales y audiovisuales como Telecinco/Agencia Atlas, Europroducciones, Onda Cero y Euronews, y realizado colaboraciones editoriales para diferentes periódicos y revistas españolas.

Ganador de varios premios literarios (poesía y relato breve), en la actualidad es Community Manager y dinamizador de Territorio Creativo para proyectos públicos.

Colaboraciones