martes, 26 de agosto de 2008

SILENCIO

Nuestro éxito social depende, en buena medida, de nuestra habilidad para comunicarnos. O, mejor dicho, para expresar aquello que nos interesa, en el momento conveniente y en el foro más adecuado­. Desde la infancia, aprendemos a utilizar el lenguaje para satisfacer nuestras demandas. El habla no es sino un instrumento al servicio de la supervivencia.

Pero pocas cosas nos han enseñado sobre el silencio. Por lo general, asociamos el mutismo a la ausencia de información y la carencia de palabras a la falta de intención. Creemos que en el ruido del universo no significa nada la quietud. Hemos aprendido, sencillamente, a callar sin distinguir cuándo, frente a quién y en qué contexto.

Una pausa televisiva, un letargo al teléfono o un político mudo ante una pregunta inesperada nos revelan tantas facetas de la condición humana como un libro de discursos presidenciales. Uno, por ejemplo, puede ir en autobús y descubrir un mar de rostros forzadamente ausentes soportando los gritos de dos borrachos. Y a mitad de la noche escuchar el golpe de las papeleras contra el suelo, la rotura de cristales y la bachata a todo volumen del vecino un sábado de estos, cualquiera, sin que un solo terráqueo diga aquello de esta boca es mía.

Gracias al silencio sabemos hoy, a ciencia cierta, el número actual de ciudadanos.

A fuerza de reprimir el habla se ha abierto entre nosotros un tremendo vacío y por él han ido poco a poco penetrando los peores miedos. Un sueldo, un prestigio, un puesto de poder… Sacrificamos tantas palabras en nombre de un incierto futuro que, famélicos, un día nos preguntamos calladamente cómo hemos llegado a este punto. Nos interrogamos, hambrientos de espíritu, cómo Saturno ha devorado a sus hijos y Narciso yace muerto en el fondo del lago.

Cada átomo de nuestro cuerpo tiene a su nombre una factura errónea, una comisión desproporcionada, una amonestación injusta de la empresa. Sin embargo, como era de esperar, la Tierra continúa dando tranquilamente vueltas. Unos 6.700 millones de enmudecidos pasajeros se encargan a diario de hacerla girar, de moverla sobre sus tranquilos ejes sin producir el más mínimo ruido.

“Y el hombre se estremeció y giró lejos su rostro y huyó de allí y ya no lo vi nunca más” (Silencio. Edgar Allan Poe).

miércoles, 13 de agosto de 2008

Yo, resisto. Basura y supervivientes

Amanece otro día de agosto a este lado de la Hispania y me despierto ya con un epitafio: sic tibi terra levis. Que la tierra te sea leve. Montañas y montañas de detritos impiden, sin embargo, que siga al pie de la letra la sepulcral y alentadora receta. Concretamente, 25 millones de toneladas de desechos, que son las que, según el Ministerio de Medio Ambiente, generamos cada año en nuestro país.

La estadística -incluso sin torturar- ratifica el clima de descomposición que verdaderamente soportamos. Media patria huele a ajo –cosas del metro y del verano- y la otra mitad no conoce hora ni contenedor para su basura. Madrid, con razón, tiene estos días efectos secundarios.

El olor, según las últimas aportaciones biofísicas, está relacionado con la vibración de las moléculas. Y yo me pregunto, a la luz de las bolsas que pasean por Atocha y de los escupitajos con que diariamente se riegan nuestras calles, si no será la indignación de los cadáveres más exquisitos la que en realidad está abonando el aire.

La Naturaleza es sabia aunque le falten manos. Legiones de supervivientes van de cubo en cubo por las noches reciclando la podredumbre. Andan de cartón en cartón amontonando el futuro sobre destartalados camiones. Recuerdan, ajenos a su resignada amargura, que hasta el estómago más delicado tiene un precio. Enseñan que siempre hay un olfato agradecido para la inmundicia más detestable.

Y en esta Villa y Corte, son ese afán de supervivencia y una exótica atracción por el estiércol los que explican que nuestra carroña crezca por encima del 6 por ciento anual, de acuerdo con las cifras oficiales, y que el gasto en perfume de los españoles aumente una media de tres puntos por ejercicio –datos de 2007-.

Regreso a casa convencido ya de que la tierra es demasiado leve para mis prendas cuando, al pie del portal, me cruza otro epitafio: hic iacet. Mi vecino ha vuelto a sacar su basura a las dos y media de la tarde. Dos mil quinientos años de civilización occidental enterrados bajo décadas de incultura cívica y un par de lustros de bienestar material. En el pecado lleve su penitencia, su úlcera y su mal olor.

Yo me resisto a “simplemente” sobrevivir. Diecisiete millones de entradas en Internet con la palabra “felicidad” me esperan.

martes, 5 de agosto de 2008

La mancha sepia

Recuerdo a un antiguo compañero de Periodismo que se declaraba orgulloso de invertir en Bolsa. No era para menos: durante sus estudios, gracias al capital familiar y a su contrastada pericia en el parqué madrileño, había amasado una pequeña fortuna. Tal era su conocimiento de las reglas del mercado que, cuando años después supe otra vez de su existencia, éste era ya el brillante jefe de Economía de una agencia de noticias.

Casos como éste no son excepcionales. Las mejores publicaciones de medio mundo dedicadas a los negocios cuentan entre sus filas –tanto obreras como directivas- con grandes tiburones de las finanzas. Disponen a un precio atractivo de profesionales de rostro bien aseado que las diez primeras horas de la jornada cumplen febrilmente con sus responsabilidades informativas y las otras diez negocian con sus contactos en qué boyante empresa habrán de colocar sus bonos.

El periodismo es un sector donde la precariedad nuestra de cada día y las tradicionales presiones dificultan la formación de expertos como éstos -España podría inspirar todo un género literario al respecto-. De ahí que la presencia de comunicadores altamente especializados en materias tan complejas como la Economía constituya, en teoría, casi un regalo de la Naturaleza.

No pasa desapercibida, en cualquier caso, la dificultad para esclarecer en determinadas ocasiones dónde está la frontera entre el redactor y el inversor, entre quien analiza la realidad económica en beneficio desinteresado de sus lectores y quien utiliza su condición privilegiada en los medios para favorecer la evolución de su cartera de negocios o la de sus mentores.

Repasamos la prensa sepia de estos últimos diez años y no encontramos signo alguno o advertencia de que ésta o aquella compañía esté en riesgo de quiebra, presente poca liquidez o haya realizado operaciones arriesgadas para el patrimonio de sus accionistas.

En su lugar rescatamos extraordinarios relatos sobre las virtudes de ciertos extraterrestres -hoy en suspensión de pagos- que con su supina sabiduría han iluminado las finanzas europeas; o hallamos mesiánicas parábolas sobre las oportunidades de ocio e inversión de las que hemos gozado los españolitos gracias a ciertas sociedades anóminas -con supresiones de plantilla en ciernes-.

En esta década de beneficios fáciles ningún especializado analista ha escrito un solo renglón sobre la terrible crisis que se avecinaba, la misma que su empresa rosa y asalmonada pretende ahora esquivar con recetazos gubernamentales. Ninguno ha salido jamás en defensa de la intervención pública ni de la necesaria moderación del endeudamiento familiar. Ninguno nos ha contado la verdad: que el libre mercado es todo menos libre para quien no tiene dinero.

Su próxima lección, no lo dudo, versará sobre cómo congelar los salarios, flexibilizar el mercado laboral y disparar el gasto público. Nunca publicará a qué manos ha ido a parar el dinero del golf o el del coche de lujo. O dirá, como pensamos todos, que éste es el momento para que el capital arrime también el hombro. Para eso sobran especialistas y faltan profesionales comprometidos realmente con su sociedad.

Colaboraciones