miércoles, 29 de septiembre de 1999

El fin

A veces, a mitad de la noche, me despierto sobresaltado de algún extraño sueño. Sudoroso y pálido tengo entonces que ir al espejo más cercano para comprobar que todo sigue igual, que el mundo todavía no se ha acabado.

En ocasiones, en lugar de ir al lavabo opto por asomarme a la ventana en busca del paisaje con el que llevo años conviviendo: los árboles alineados a ambos lados de la calle, uno enfrente del otro, como autómatas, los pasos de peatones siempre a medio borrar y los semáforos alumbrando las esquinas con su triste parpadeo.

Desde mi cuarto es imposible contemplar las estrellas, ya que desde él sólo se alcanzan a ver los últimos pisos, y para divisar el cielo tendrían que haber inclinado hacia atrás, no menos de cuarenta y cinco grados, todo el edificio.

Y estos escenarios, a su manera, el cuarto de baño y la calle, tienen su significado. Los dos me recuerdan de noche en noche, cuando me levanto asustado de alguna pesadilla, que mi vida, aquello que yo soy, aquello que me rodea, no es más que un cúmulo de sensaciones breves y sencillas. Y con esa imagen vuelvo tranquilo a mi cama para tratar de conciliar de nuevo el sueño.

De igual forma creo que los hombres, con demasiada frecuencia, nos esforzamos en inventarnos de las baldosas, de los muros de nuestra existencia, preguntas definitivas a un mundo sin respuestas.

Por esa razón, las guerras, los crímenes, los asesinatos, las injusticias y las contradicciones que, en definitiva, marcan nuestro camino por el mundo únicamente nos muestran la medida de nosotros mismos. Son el reflejo en el espejo, la imagen apocalíptica de un planeta que cada noche se levanta sobresaltado y al día siguiente, aunque dormido, se siente feliz y alegre. Y eso es quizá lo más importante.

Un saludo y hasta nunca.

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