domingo, 18 de julio de 1999

Milenium

El desarrollo de las nuevas tecnologías de la comunicación nos abre, a las puertas del nuevo milenio, un infinito abanico de posibilidades. La fibra óptica, la televisión de alta definición, la telefonía sin hilos o la transmisión de datos vía satélite son algunos de los avances que demuestran hasta qué punto la Humanidad camina con paso decidido hacia la conquista de renovados horizontes.
Estos logros contribuyen, de forma decidida, a la eliminación de las barreras geográficas y temporales que los hombres nos hemos marcado durante siglos. De esta manera, lo que en estos momentos se está conformando es una auténtica sociedad internacional, una verdadera "aldea global" por la que circulan, sin cesar y de forma simultánea, miles de millones de mensajes.
La causa principal de este espectacular desarrollo es que, al contrario que otras épocas, las múltiples ciencias que integran el conocimiento humano -como pudieran ser la física, la biología o la informática- ya no avanzan por senderos distintos, sino que se van integrando progresivamente para converger en un mismo punto. Hoy en día sería imposible concebir, por ejemplo, la construcción de una autopista o el diseño de una presa sin la presencia de los ordenadores o las mediciones geográficas y meteorológicas que realizan desde el espacio los satélites.
Sin embargo, esa misma carrera hacia el progreso lleva consigo unos graves riesgos. La posibilidad de que aumenten aún más las desigualdades existentes entre los países ricos y los países del Tercer Mundo se comprende mucho mejor si tenemos en cuenta que aquellas sociedades que antes asuman los nuevos retos tecnológicos serán las primeras en dominar los sistemas globales de comunicación y, por tanto, controlar el acceso a cualquier información o, lo que es lo mismo, monopolizar el futuro del planeta.
Igualmente, queda siempre la duda de que este ingente poder sea sólo usado por individuos honestos y con fines exclusivamente pacíficos.
La década que está a punto de comenzar, la de los nuevos soportes informáticos, la de los vehículos guiados por satélite o la de la realidad virtual puede aportarnos una capacidad de comunicación y una comodidad como jamás hayamos conocido, pero también puede sumirnos en el más terrible de los silencios.

domingo, 11 de julio de 1999

Cínicos

La izquierda ha dejado de existir. Los defensores a ultranza del proletariado, como los antiguos dirigentes de la URSS y la Europa del Este, han enterrado sus históricas promesas para prosperar en el seno del capitalismo y el liberalismo que antes deploraban. Los viejos combatientes de la libertad son hoy los grandes hombres de negocios y los más finos especuladores de conciencias.
La guerra de guerrillas, la de la década de los años sesenta, setenta o incluso ochenta, ya no es un modelo de revolución exportable: el mercado de la droga y las armas es más atractivo para los arruinados campesinos.
Las antiguas colonias de Asia, África y Suramérica, conseguida la independencia, entregan ahora sus riquezas a las multinacionales a cambio de créditos blandos con los que pagar su inmensa deuda externa y la cesión de parte de su soberanía política.
Los dictadores de ahora trabajan mejor en la sombra, desde instituciones democráticas, que disolviendo Parlamentos. Los intelectuales se suman en masa, a través de manifiestos, a los programas electorales de políticos cuya única preocupación es controlar y adormecer el espíritu de quienes, no hace mucho, pensaban que la cultura era un bien sin precio.
En Francia los agricultores y los cabezas rapadas han ocupado las calles que en su día quemaran los jóvenes universitarios. En definitiva: con la caída del muro de Berlín a medio mundo se le ha caído también la máscara.
Hay que aceptar que hoy en día hablar de pluralidad, de disenso, de crítica constructiva es también sinónimo de fracaso y ostracismo. La sociedad en la que actualmente vivimos está hecha para los cínicos, para aquellos que aceptan la realidad tal y como es -no como quisieran que fuera-, para aquellos que sólo se preocupan de sonreír entre dientes a la adversidad y bromean con frío cálculo acerca de su propia ruina o la ruina de los demás.
El mundo que hemos heredado es como una gran pantalla de cine, un espacio reservado sólamente a los más brillantes actores; una gran sábana de tela sobre la que se proyectan nuestras tristes y espectadoras sombras: la de ciudadanos sin honra ni conciencia que aguantan con estoicismo su risa y su vergüenza.

domingo, 4 de julio de 1999

Demagogia

Democracia es un término cuyo origen se remonta a la Grecia clásica. En tiempos de Solón y Pericles esta palabra significaba gobierno de todos y, por extensión, régimen participativo. En la Atenas de aquella época los ciudadanos tenían la obligación de intervernir con sus decisiones en el devenir de la ciudad-estado o polis en la que habitaban y el incumplimiento de tal presupuesto era merecedor del peor de los castigos, como el exilio forzoso.
Los órganos que regían este sistema se constituían de forma proporcional y representativa y sus funciones eran tan dispares como juzgar la legitimidad de una norma (lo que hoy vendría a ser la constitucionalidad) o arbitrar entre particulares toda clase de conflicos.
Sin embargo, aunque a simple vista pudiera pensarse que aquel era un sistema perfecto, la democracia helena se caracterizaba también por la existencia de un importante sector de la población (esclavos y extranjeros) que, al no poseer el título de ciudadanía, carecía de los derechos más elementales. Nadie mejor que Sócrates podía explicar esta contradicción: "la democracia, en sentido extricto no existe; es un ideal que hay que perseguir y mejorar constantemente".
Más de veinte siglos después poco o nada de aquello ha cambiado. Las democracias de hoy, las del Estado del Bienestar, siguen presentando importantes contradicciones. La concentración de poder en manos únicamente del Estado, desde el orden público hasta la Justicia, la Educación o la defensa militar, hace de la representatividad ciudadana un simple espejismo, situación que favorece la satisfacción de intereses corporativistas en detrimento del beneficio general.
Esos excesos legítimos y constitucionales son más preocupantes a medida que el desencanto ciudadano incrementa los datos de abstención electoral y la no participación, y todo ello en favor de una clase política que con demasiada frecuencia olvida consulutar al pueblo cuestiones fundamentales, como la inclusión de un país en una zona libre de cambio o en una organización militar cuando su principal fuente de ingresos procede, precisamente, de los poderes públicos.
Más inquietante aún es el hecho de que determinadas minorías, desde grupos profesionales -como médicos, pilotos y jueces-, partidos y organizaciones marginales, hasta sectores económicos concretos, vean a menudo satisfechas sus reivindicaciones a costa de los intereses generales.
Frente a todo ello se impone una fácil solución: no aceptar el chantaje. Sócrates no lo hizo. De ahí que su nombre resuene en el tiempo más allá que una democracia, la griega, hoy reducida a escombros.

Colaboraciones