lunes, 16 de agosto de 1999

Totalitarismos

En la adversidad, en las dificultades, es donde el ser humano muestra su verdadera talla moral, sus miserias y toda su magnificiencia. Es en la contrariedad donde el hombre expresa con mayor sinceridad e intensidad sus emociones y es, por tanto, en las peores circunstancias donde un simple gesto, una palabra, alcanzan mayor trascendencia.

Ahora bien. En sociedades democráticas como la nuestra, donde las diferencias ideológicas, económicas y culturales se integran de forma armónica -salvo excepciones- bajo un aparente clima de diálogo y entendimiento, valores como la amistad, la familia o el amor acaban perdiendo gran parte de su significado.

A nadie se le escapa que, en un medio hostil, la formación de este tipo de vínculos afectivos y protectores es más que necesaria, como así demuestra el comportamiento casi sectario de algunos grupos marginales o de escasa integración social.

Pero esa misma necesidad se diluye a medida que el desarrollo nos exige mayores dosis de individualismo, respuestas cada vez más concretas y específicas. A cambio de una supuesta independencia, reducimos nuestra capacidad de comunicación a esferas limitadas de la vida tales como el colegio o el trabajo.

Esa falta de experiencia dialogante y esa carencia de participación social generan, por tanto, una falsa cultura de respeto hacia aquellos que discrepan de nuestras opiniones. Lo que en un principio parece no tener importancia, de forma sutil e inconsciente acaba convirtiéndose en una verdadera dictadura de lo cotidiano.

El día a día disimula pequeños comportamientos autoritarios que, en definitiva, terminan por crear un mundo a nuestro antojo, en el que los demócratas sinceros y tolerantes pierden su anónimo refugio.

Y mientras la sombra del progresismo se hace cada vez más obscura, el silencio ocupa las tertulias radiofónicas y los psicólogos aumentan su clientela.

domingo, 8 de agosto de 1999

Mitos

Toda cultura tiene rasgos característicos que la definen y la diferencian de las demás. No se trata de una cuestión meramente histórica, lingüística o artística, sino de algo aún más profundo: sus mitos.

Es cierto que una guerra larga y costosa, por ejemplo, puede acabar marcando para siempre la conciencia de una comunidad determinada. Sin embargo, lo que hace de ese fenómeno un elemento cultural diferenciador no es su existencia, sino la percepción que de ella se tiene. Es más. Puede darse el caso de que esa catarsis colectiva, como en su día fue para nuestro país la guerra de Cuba, sea capaz de generar nueva sabia artística e intelectual a partir de percepciones erróneas o mediatizadas.

El loco no se siente como tal hasta que no lo reconoce, al igual que el soldado no se siente derrotado mientras crea que la victoria es su supervivencia (el germen del nacionalismo serbio es precisamente una derrota).

Un cúmulo de prejucios históricos y la apelación a los viejos mitos y estereotipos es lo que hace que los individuos introduzcan valores y pautas de comportamiento en su cultura profundamente anclados en el pasado y que nada tienen que ver con la realidad. El mito es un acontecimiento cultural colectivo que, en clave mágica y simbólica, resume y aglutina el sentir de una comunidad en un momento dado.

Sin embargo, como las circunstancias cambian, las generaciones futuras heredan mitos y conductas que ya no sirven para explicar el muno presente pero sí para influir en él. Desde tiempos lejanos, la mujer ha representado la idea de la belleza, la de la sensualidad pero también la del pecado y la lujuria. Un mito que perpetúa el más hispano de los machismos.

domingo, 1 de agosto de 1999

Fumadores

Fumar ha sido, durante siglos, un placer y un rito. Gran parte de las culturas descubiertas por los españoles a su llegada al Nuevo Mundo recurrían al tabaco con fines iniciáticos, en la creencia de que su uso, mezclado con otras substancias, garantizaba un contacto directo con los antepasados.

De hecho, en algunas comunidades amazónicas, el rito de fumar constituye, todavía hoy, un instrumento fundamental de cohesión e integración social.

Un papel distinto juega el tabaco en nuestra sociedad. Su consumo, incentivado desde hace décadas por las grandes empresas productoras y distribuidoras del sector e, incluso, por algunos Estados -como el español-, se ha incrementado alarmantemente en los últimos años. Esta tendencia choca, no obstante, con la cruzada judicial iniciada en países como Estados Unidos contra multinacionales tabaqueras y las medidas restrictivas impulsadas por algunos gobiernos contra el consumo de este producto.

No obstante, bajo esa repentina preocupación por la salud de los fumadores subyace otro tipo de intereses. Es innegable, por ejemplo, que las indemnizaciones económicas que ahora empiezan a pagar las empresas del sector en favor de familias afectadas por el tabaco constituyen un importante reclamo, pero más importante aún es el efecto publicitario que con esas medidas pretenden conseguir los Estados. No en vano, ellos son los principales beneficiados del negocio tabaquero. Fabricantes, empresas importadoras y comerciantes del ramo aportan a las arcas nacionales una fuente de ingresos nada desdeñable, sin olvidar el dinero de los propios consumidores.

Fumarse un cigarro en el autobús, en el metro o en el avión es cada día un reto más difícil de conseguir pero ¿lo será también contaminar los ríos, deteriorar la capa de ozono o prenderle fuego a los bosques? En esto, la justicia, las empresas y los gobiernos tienen mucho más que decir.

Colaboraciones