lunes, 11 de agosto de 2003

Vertederos controlados

La basura es parte consustancial del progreso. Columnas y columnas de viejos muebles, neumáticos desgastados y electrodomésticos ya huérfanos de dueño se amontonan impúdicamente a las afueras de las urbes, al pie casi de nuestros ojos. Constituyen, con sus calles improvisadas de chatarra y plástico, todo un universo paralelo forjado un día tras otro a golpes de consumo. Los vertederos son, por eso, reflejo sucio y grotesco de nuestro confortable mundo.
Todo aquello en lo que creemos, desde la casa hasta el trabajo, tiene allí su propio y deformado estante. Una lavadora quizás, un sofá roto o un automóvil descuartizado nos recuerdan en estos abigarrados poblados lo que somos, lo que fuimos y, acaso, lo que terminaremos siendo.
Pero la inmundicia material habla también del desgaste ético y moral del ser humano. Anidan en el espacio público, en las vitrinas de lo establecido, en las páginas de ésta o esa otra revista despojos anónimos cuyo único divertimento es ocultar el fracaso del siglo XXI por el que ya transitamos. Corretean entre los anuncios, las tertulias y los concursos, igual que ortópteros en plena oscuridad de verano, legiones enteras de bichas y bustos acreditados. Son, con sus corruptelas, noviazgos fingidos y chismorreos, un esperpento de la verdad, un relato inverso de todos los tiempos.
En nuestro descargo debe decirse que los detritus, sean de la condición que sean, proporcionan siempre un excelente abono, una inmejorable herramienta de estudio. Conocemos el esplendor de pasadas civilizaciones gracias no a sus teatros, termas o acueductos sino, en muchas ocasiones, a los restos de sus escombros. Un ajuar abandonado en mitad de un incendio, un montículo de ánforas de deshecho -como las del monte Testaccio de Roma- o un galeón naufragado aportan hoy a los expertos los datos más precisos y fidedignos acerca de aquellos que nos precedieron.
La basura esconde lo más siniestro de nosotros mismos. Es, con sus kilos y kilos de cartón rasgado y piedra ya caduca, el único espacio todavía vetado a la ficción. Basta con visitar los vertederos para comprobar la auténtica medida del progreso.

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