domingo, 11 de julio de 1999

Cínicos

La izquierda ha dejado de existir. Los defensores a ultranza del proletariado, como los antiguos dirigentes de la URSS y la Europa del Este, han enterrado sus históricas promesas para prosperar en el seno del capitalismo y el liberalismo que antes deploraban. Los viejos combatientes de la libertad son hoy los grandes hombres de negocios y los más finos especuladores de conciencias.
La guerra de guerrillas, la de la década de los años sesenta, setenta o incluso ochenta, ya no es un modelo de revolución exportable: el mercado de la droga y las armas es más atractivo para los arruinados campesinos.
Las antiguas colonias de Asia, África y Suramérica, conseguida la independencia, entregan ahora sus riquezas a las multinacionales a cambio de créditos blandos con los que pagar su inmensa deuda externa y la cesión de parte de su soberanía política.
Los dictadores de ahora trabajan mejor en la sombra, desde instituciones democráticas, que disolviendo Parlamentos. Los intelectuales se suman en masa, a través de manifiestos, a los programas electorales de políticos cuya única preocupación es controlar y adormecer el espíritu de quienes, no hace mucho, pensaban que la cultura era un bien sin precio.
En Francia los agricultores y los cabezas rapadas han ocupado las calles que en su día quemaran los jóvenes universitarios. En definitiva: con la caída del muro de Berlín a medio mundo se le ha caído también la máscara.
Hay que aceptar que hoy en día hablar de pluralidad, de disenso, de crítica constructiva es también sinónimo de fracaso y ostracismo. La sociedad en la que actualmente vivimos está hecha para los cínicos, para aquellos que aceptan la realidad tal y como es -no como quisieran que fuera-, para aquellos que sólo se preocupan de sonreír entre dientes a la adversidad y bromean con frío cálculo acerca de su propia ruina o la ruina de los demás.
El mundo que hemos heredado es como una gran pantalla de cine, un espacio reservado sólamente a los más brillantes actores; una gran sábana de tela sobre la que se proyectan nuestras tristes y espectadoras sombras: la de ciudadanos sin honra ni conciencia que aguantan con estoicismo su risa y su vergüenza.

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